Los niños deben empezar a aprender en la naturaleza, no en el aula.
En el mismo momento de nacer ya estamos aprendiendo. Aprender es un proceso innato y consustancial para mantener la vida. Es imprescindible para que la especie sobreviva. Es la necesidad más vieja del mundo: como comer, beber o reproducirse. Cualquier individuo biológico que no pudiera aprender, o que aprendiera mal, perecería pronto, como perecería quien no comiera ni bebiera. La vida no sería viable sin el aprendizaje.
La maquinaria molecular del proceso de aprendizaje se pierde en los arcanos del tiempo: ya existía en los seres unicelulares, hace al menos 3.000 millones de años. Aprender conlleva un proceso molecular que se ha ido elaborando y haciéndose más complejo con la aparición del sistema nervioso, comenzando con los invertebrados. Un caracol, por ejemplo, posee una poderosa maquinaria neuronal con la que aprende a distinguir en su entorno lo que es bueno (un trozo de comida) de lo que es malo (cualquier sustancia tóxica).
El cerebro de los mamíferos, y entre ellos el ser humano, posee un diseño orquestado por códigos heredados a lo largo del proceso evolutivo que empujan a todos los seres vivos a aprender de modo espontáneo. Códigos que vienen impresos en el programa genético de cada especie. Al nacer, el de aprendizaje es el primer mecanismo cerebral que se activa. Es el mecanismo responsable de la adaptación al medio ambiente y la supervivencia.
Todos hemos visto en televisión cómo la gacela recién nacida intenta ponerse de pie en solo unos minutos, y lo hace aprendiendo de la realidad del mundo que pisa. El contacto directo con el mundo físico es absolutamente imprescindible para que los códigos genéticos se enciendan y, con ello, la maquinaria del aprendizaje. Se aprende aprendiendo: una vez puesta de pie, la gacela aprende que no debe correr por la pradera, expuesta a depredadores, y lo hace muy pegada a su madre, porque ya ha aprendido, rapidísimamente, que esta la protegerá. Eso es aprendizaje, y los mecanismos que lo sostienen son los códigos sagrados de la existencia biológica, que digámoslo una vez más, son los que mantienen la supervivencia.